Uno se da cuenta de que esto de la vida va en serio cuando una gélida mañana de enero, al alba, y sin viento fuerte de levante, un sarmiento escarchado impacta bruscamente en tus narices. En el “gran viñedo del mundo” casi todos teníamos algún “petit terroir” y un padre de inspiración merkeliana al que ayudar los sábados.

El preceptivo paso por el bar a las 7 de la mañana era parte del protocolo. Y allí estaban ellos, los viejos viticultores manchegos, con su café, copa y puro como si levantarse cada día para ir al campo fuera motivo de celebración. Era parte de un guión vital establecido, heredado de sus padres y abuelos, con la diferencia de que ellos nacieron, crecieron y se reprodujeron en medio de una dictadura. Les acabó gustando lo único que pudieron elegir: conseguir el mayor número de kilos de uva  de una cepa de vid en una tierra cuyo significado etimológico es “la seca”.

Su pasión, su vida, sus 366 días al año. Su mayor deshonra; un hijo vago, de esos que apoyan el codo en la rodilla mientras vendimian. Su mayor virtud; esfuerzo, sacrificio y pragmatismo abrumador. Acabaron siendo excelentes en la materia, convirtiendo incluso sus escasos ratos de ocio en acaloradas brainstorming vitícolas en torno a una baraja y un tapete verde. Crearon su propio argot al margen de los enrevesados términos agronómicos para describir aquellas plantas más productivas, las técnicas de laboreo y poda más efectivas y el tipo de abono más adecuado. Y solucionaron uno de los problemas endémicos de esta tierra. Con la “fiebre del pozo” se acabaron las recurrentes pérdidas por sequía. 

¿Los mejores viticultores del planeta en el mayor viñedo del mundo? Quizá no tanto, pero sí los que supieron optimizar al máximo sus escasos recursos. Los “sin marketing”. Los “CR7 de la viticultura”, (muy productivos, con escasa predisposición para el trabajo en equipo),  pero con una imagen de marca de lateral izquierdo peleón de 2ª Regional.  Ante el mundo y ante la propia sociedad castellano-manchega.

Se equivocó La Mancha en denostar su esencia, en renegar de sus orígenes, en repetir una y otra vez que la viña era terreno abonado para los más lerdos, en querer contar su historia a través de una obra de gran calidad literaria pero que trasladaba al mundo una imagen de hidalgos locos y labradores ignorantes, en apostar por gigantes imaginarios cuando los de verdad estaban en la tierra. En definitiva,  en considerar ordinario aquello que hoy el mercado ensalza como extraordinario y diferenciador: una rica tradición vitícola y el know-how centenario de sus viticultores. 

Lo dijo Manuel Vázquez Montalbán, "un pueblo que no consume su vino tiene un grave problema de identidad”.